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Sevilla y su elegancia
No todos tenemos la suerte de nacer en Sevilla, pero algunos sí la fortuna de haber vivido su duende.
Dicen, probablemente con razón, que donde mejor se viste en nuestra España es en Sevilla y en Madrid, esas dos orillas que, como dice la canción, son dos piropos a la vida. Sin embargo, un servidor –gato para más señas- debe apuntar una diferencia, ya que no de cualidad, sí de continuidad, de la que fui consciente el primer domingo en que, ya residiendo en la capital hispalense, salí a procurarme lo indispensable para sobrevivir a la romería de bares de la noche anterior.
Acostumbrado al anonimato que proporciona el bullicio de los Madriles, bajé a la calle desaliñado, trasnochado y vestido de cualquier modo y manera con lo primero que tenía a mano, para ser sorprendido por un gentío adecentado como si fuera, como descubriría meses después, Jueves Santo. Pero además, se percataban de que yo no hacía lo propio.
Aunque sólo en contadas miradas se advertía el severo reproche, en todas presidía una advertencia: chaval, aquí las cosas no van así. Entonces entendí que, si bien el madrileño y el sevillano son muy parejos en la calidad del vestir, el sevillano gusta de enseñorearse cualesquiera que sean el día y la hora, mientras que el madrileño se toma licencias de descuido cuando es incapaz de vencer la pereza.
Pues bien, este es el espíritu que inspira y guía la obra de Magooli, que nos trae estampados y anudados destellos de sevillanía, los azulejos de esos benditos bares, abacerías y tabernas que se erigen en templos a la amistad. Colores y formas que recuerdan la solemne alegría de una chicotá y el embrujo de una guitarra y un puñado de albero. Flores esmaltadas con los que la mujer más guapa del mundo recoge su pelo mientras pasea por el parque de María Luisa, con un manto de sol y una sonrisa de primavera que hacen imposible la tristeza.
Esa mujer se llama Sevilla, a la que Magooli viene a vestir con sus mejores galas para renovar la fama y universal nombre del señorío sevillano que ya advertía Tirso de Molina en su Burlador de Sevilla, diciendo por boca del duque Octavio:
“Mas llegándola a habitar
es, por lo mucho que alcanza
corta cualquiera alabanza
que a Sevilla queréis dar.”